viernes, 10 de octubre de 2025

Subcapítulo II: La Custodia de Sombras

 La luz del portal se cerró tras él con un sonido seco, como un corazón al dejar de latir.

Dante cayó de rodillas sobre un suelo de piedra fría y húmeda. El aire olía a hierro oxidado, y algo más… algo orgánico.
Cuando alzó la vista, comprendió que no estaba en una ciudad, sino en lo que quedaba de ella.

Las torres doradas que había visto desde el bosque eran ahora ruinas ennegrecidas, cubiertas de grietas que exhalaban un vapor blanquecino.
La arquitectura parecía viva: las paredes palpitaban levemente, y los grabados en ellas se movían, arrastrándose como insectos.

Un sonido retumbó a lo lejos —un goteo metálico, constante, casi como el tic-tac de un reloj oxidado.

Dante avanzó, con la túnica empapada y los pies descalzos sobre la piedra.
Cada paso resonaba con un eco demasiado profundo, como si caminara sobre algo hueco.
El brazalete de su muñeca comenzó a vibrar suavemente, y el hueco circular en su centro se iluminó con una luz azul pálida.

Entonces, una voz surgió de entre las sombras.

—El fragmento siente tu pulso… el tiempo se despierta, y eso no debe ser.

Dante giró. No había nadie.
Solo el aire temblando.
Luego, del muro frente a él, algo emergió.

No caminó… se desprendió, como si la pared pariera su propia oscuridad.

Era una figura alta, encorvada, envuelta en una capa que parecía hecha de humo sólido.
Su rostro no tenía rasgos, solo un vacío con destellos carmesí que se movían dentro, como brasas en el fondo de una caverna.
Sus brazos eran demasiado largos, las manos delgadas terminaban en garras translúcidas que parecían cortar incluso la luz.

—Soy la Custodia de Sombras —susurró, y su voz fue un eco dentro del cráneo de Dante—.
Soy el silencio entre tus latidos.
El olvido que protege lo que no debe recordarse.

Dante retrocedió un paso. La criatura se movía como el humo de una vela agonizante, cambiando de forma con cada respiración.
Bajo su manto, algo reptaba: siluetas pequeñas, deformes, rostros sin ojos que se retorcían, como si la criatura estuviera hecha de almas atrapadas.

—No quiero pelear —dijo Dante, aunque no estaba seguro de tener elección.

La Custodia levantó una de sus manos.
El suelo tembló. De las grietas comenzaron a surgir figuras humanoides, pálidas, cubiertas de cicatrices que parecían relojes tatuados.
Sus bocas estaban cosidas, y en el pecho cada uno llevaba una marca idéntica al hueco del brazalete de Dante.

—Los segundos perdidos deben ser devueltos —dijo la Custodia, y los espectros comenzaron a avanzar.

Dante levantó el brazo instintivamente.
El brazalete brilló con una luz violenta, y un destello azulado se expandió a su alrededor, deteniendo el avance por un instante.
El pulso se transformó en un zumbido agudo que partió el aire.
Dante sintió que algo en su interior respondía… un poder dormido, ardiendo detrás de sus costillas.

Uno de los espectros se lanzó sobre él. Dante giró, lo esquivó y su brazo —sin que supiera cómo— golpeó con una fuerza descomunal.
El ser se desintegró en una lluvia de ceniza y polvo brillante.

Pero el esfuerzo le costó. Cayó de rodillas, con la respiración entrecortada.
El brazalete emitía ahora una vibración dolorosa, casi viva.

—El tiempo no te pertenece —gruñó la Custodia—. Cada segundo que robas te consume.

Dante miró a la criatura.
Y por un instante, creyó ver algo dentro de su vacío: un reflejo de sí mismo, distorsionado, encadenado en la oscuridad.

El cielo se partió en un rayo negro.
De las torres cayó un polvo dorado que comenzó a flotar en el aire como luciérnagas muertas.

Dante se levantó, tambaleante.
—Si el tiempo me pertenece o no, lo descubriré yo mismo —dijo con voz temblorosa, y lanzó un puño envuelto en luz.

El impacto fue brutal.
El rostro de la Custodia se deformó, su cuerpo se fragmentó en líneas de humo y sangre oscura.
Los espectros se disolvieron, liberando gritos que no sonaban humanos.

La criatura cayó de rodillas.
—Aun si destruyes mi cuerpo, otros vendrán —susurró, mientras se desmoronaba en polvo—.
La Esfera te recordará, Dante… y te cobrará su precio.

El brazalete absorbió la energía que flotaba en el aire, llenando el hueco con un fragmento de cristal oscuro.
Dante sintió una descarga recorrerle la espina. Una memoria fugaz cruzó su mente:
un rostro, una voz femenina… y fuego.

Luego, nada.

El silencio volvió.
Solo el viento soplando entre las ruinas.

Dante alzó la mirada al cielo, donde una grieta luminosa se abría de nuevo, como una invitación o una trampa.
Su cuerpo temblaba, pero sus ojos ardían con una determinación que no recordaba haber tenido.

—Entonces… que empiece la caza —murmuró.

Y con paso firme, se internó en la luz.

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