El portal se cerró tras él como una herida que se niega a cicatrizar.
La luz lo escupió a un páramo de piedra y ceniza. El aire era denso, pesado, y olía a metal quemado.
El cielo no tenía estrellas, solo grietas de un resplandor rojizo que pulsaban, como si el firmamento mismo estuviera respirando.
Dante cayó de rodillas.
El brazalete en su muñeca ardía.
El fragmento oscuro que había absorbido latía con una luz tenue, igual al corazón de un animal moribundo.
Entonces lo oyó:
una voz.
No venía del exterior. Venía desde dentro.
—...Dante...
El nombre resonó en su mente como un eco ahogado.
La voz era femenina, melancólica. Cada palabra traía consigo una imagen fugaz:
una mano entre llamas, una torre derrumbándose, y unos ojos que lo miraban con amor… o miedo.
El dolor se intensificó.
Cayó al suelo, sujetándose el brazo.
El brazalete se había vuelto casi líquido, las runas cambiaban de forma sin control, como si se reescribieran en su piel.
—¿Quién eres? —jadeó.
La respuesta no vino de la voz… sino de su sombra.
Frente a él, el suelo comenzó a agrietarse, y de la grieta emergió una silueta idéntica a la suya.
Pero sus ojos estaban vacíos, y la piel cubierta por las mismas marcas que el fragmento había grabado en el brazalete.
—Soy lo que dejaste atrás —dijo la sombra con su misma voz, distorsionada—.
Cada fragmento que tomes será una herida abierta… y yo creceré dentro de ella.
Dante se puso de pie, tambaleante.
El aire vibraba.
Sintió el poder en su interior —una corriente oscura, peligrosa— como si pudiera arrancar el mundo con solo desearlo.
La sombra se lanzó hacia él.
No hubo tiempo para pensar.
Instintivamente, el brazalete respondió.
De su mano brotó un destello azul, un arco de energía que cortó el aire y golpeó a la sombra con violencia.
El impacto fue brutal: el reflejo se desintegró en una lluvia de ceniza.
Pero la descarga no se detuvo.
El poder escapó de su control, extendiéndose en ondas que partieron el suelo a su alrededor.
Cuando el silencio volvió, Dante cayó de rodillas, jadeando.
—Esto… no soy yo.
—Aún no —dijo una voz grave detrás de él.
Dante se giró.
A unos metros, una figura lo observaba desde una roca.
Llevaba un abrigo largo hecho con piel de bestia, y en el rostro una máscara con forma de cráneo de ave.
Sus ojos, visibles a través de la máscara, eran humanos… aunque cansados, como si hubieran visto más de una vida.
—¿Quién eres tú? —preguntó Dante, levantándose con esfuerzo.
—Un sobreviviente —respondió el hombre—.
Los llamamos Custodios, pero ese nombre no les hace justicia. Son las cicatrices del tiempo, Dante.
Y si ya te enfrentaste a uno… no volverás a dormir tranquilo.
El desconocido descendió lentamente, su andar era seguro, casi ritual.
—Te vi caer desde el resplandor. Nadie llega aquí sin que el tiempo lo traicione.
—¿Qué sabes de la Esfera? —preguntó Dante, desconfiado.
El hombre se detuvo, observando el brazalete.
—Sé que eso no te pertenece, y que mientras lo lleves, el pasado intentará devorarte.
Pero también sé que si la completas, podrías romper el ciclo. O destruirlo todo.
Dante apretó el puño.
El brazalete volvió a pulsar.
—¿Y tú? ¿Por qué ayudarme?
El hombre sonrió, o al menos Dante creyó verlo a través de la máscara.
—Porque también tengo una cuenta pendiente con el tiempo.
Puedes llamarme Ravenn.
Un ruido los interrumpió.
A lo lejos, entre la niebla rojiza, se movían figuras encorvadas: restos deformes de los espectros que Dante había destruido.
Venían arrastrándose, guiados por el eco de su poder.
Ravenn desenfundó un arma: una lanza hecha de hueso y metal fundido.
—Parece que dejaste la puerta abierta.
Dante respiró hondo, el aire le quemaba los pulmones, pero algo dentro de él —una fuerza salvaje y nueva— respondía al peligro.
El brazalete emitió un destello. Su cuerpo, cansado y magullado, se enderezó como si recordara cómo pelear.
—Entonces… no la cerremos todavía.
Los dos hombres se lanzaron contra la horda.
El choque fue brutal.
Los cuerpos deformes estallaban en fragmentos de humo y sangre luminosa.
Ravenn se movía con precisión ritual, cada golpe suyo parecía seguir un compás invisible, mientras Dante canalizaba energía pura, destruyendo con una furia que no comprendía.
Cuando todo terminó, el suelo era un campo de restos oscuros y vapor ardiente.
Ravenn apoyó su lanza y miró al cielo.
—No durará mucho. Este mundo se deshace cuando el tiempo se altera. Debemos movernos antes de que nos trague.
Dante miró el brazalete, que ahora parecía dormido.
El fragmento oscuro brillaba con una calma engañosa.
—¿Cuántos fragmentos hay? —preguntó.
Ravenn lo miró con seriedad.
—Cuatro… que conozcamos.
Y cada uno está protegido por algo peor que la muerte.
Dante bajó la mirada.
En su interior, la voz volvió a susurrar:
—Encuéntrame… antes de que el tiempo lo haga.
Alzó la vista hacia el horizonte:
en la distancia, una estructura gigantesca se erguía entre el polvo —una torre sin fin, hecha de relojes rotos y estatuas que lloraban mercurio.
—Entonces, vayamos por el siguiente —dijo Dante.
Y caminó hacia el crepúsculo con Ravenn a su lado,
sin notar que su sombra ya no se movía igual que él.
