domingo, 12 de octubre de 2025

Subcapítulo III: Los Ecos del Pasado

 El portal se cerró tras él como una herida que se niega a cicatrizar.

La luz lo escupió a un páramo de piedra y ceniza. El aire era denso, pesado, y olía a metal quemado.
El cielo no tenía estrellas, solo grietas de un resplandor rojizo que pulsaban, como si el firmamento mismo estuviera respirando.

Dante cayó de rodillas.
El brazalete en su muñeca ardía.
El fragmento oscuro que había absorbido latía con una luz tenue, igual al corazón de un animal moribundo.

Entonces lo oyó:
una voz.
No venía del exterior. Venía desde dentro.

—...Dante...

El nombre resonó en su mente como un eco ahogado.
La voz era femenina, melancólica. Cada palabra traía consigo una imagen fugaz:
una mano entre llamas, una torre derrumbándose, y unos ojos que lo miraban con amor… o miedo.

El dolor se intensificó.
Cayó al suelo, sujetándose el brazo.
El brazalete se había vuelto casi líquido, las runas cambiaban de forma sin control, como si se reescribieran en su piel.

—¿Quién eres? —jadeó.

La respuesta no vino de la voz… sino de su sombra.

Frente a él, el suelo comenzó a agrietarse, y de la grieta emergió una silueta idéntica a la suya.
Pero sus ojos estaban vacíos, y la piel cubierta por las mismas marcas que el fragmento había grabado en el brazalete.

—Soy lo que dejaste atrás —dijo la sombra con su misma voz, distorsionada—.
Cada fragmento que tomes será una herida abierta… y yo creceré dentro de ella.

Dante se puso de pie, tambaleante.
El aire vibraba.
Sintió el poder en su interior —una corriente oscura, peligrosa— como si pudiera arrancar el mundo con solo desearlo.

La sombra se lanzó hacia él.
No hubo tiempo para pensar.
Instintivamente, el brazalete respondió.
De su mano brotó un destello azul, un arco de energía que cortó el aire y golpeó a la sombra con violencia.

El impacto fue brutal: el reflejo se desintegró en una lluvia de ceniza.
Pero la descarga no se detuvo.
El poder escapó de su control, extendiéndose en ondas que partieron el suelo a su alrededor.

Cuando el silencio volvió, Dante cayó de rodillas, jadeando.
—Esto… no soy yo.

—Aún no —dijo una voz grave detrás de él.

Dante se giró.
A unos metros, una figura lo observaba desde una roca.
Llevaba un abrigo largo hecho con piel de bestia, y en el rostro una máscara con forma de cráneo de ave.
Sus ojos, visibles a través de la máscara, eran humanos… aunque cansados, como si hubieran visto más de una vida.

—¿Quién eres tú? —preguntó Dante, levantándose con esfuerzo.

—Un sobreviviente —respondió el hombre—.
Los llamamos Custodios, pero ese nombre no les hace justicia. Son las cicatrices del tiempo, Dante.
Y si ya te enfrentaste a uno… no volverás a dormir tranquilo.

El desconocido descendió lentamente, su andar era seguro, casi ritual.
—Te vi caer desde el resplandor. Nadie llega aquí sin que el tiempo lo traicione.

—¿Qué sabes de la Esfera? —preguntó Dante, desconfiado.

El hombre se detuvo, observando el brazalete.
—Sé que eso no te pertenece, y que mientras lo lleves, el pasado intentará devorarte.
Pero también sé que si la completas, podrías romper el ciclo. O destruirlo todo.

Dante apretó el puño.
El brazalete volvió a pulsar.
—¿Y tú? ¿Por qué ayudarme?

El hombre sonrió, o al menos Dante creyó verlo a través de la máscara.
—Porque también tengo una cuenta pendiente con el tiempo.
Puedes llamarme Ravenn.

Un ruido los interrumpió.
A lo lejos, entre la niebla rojiza, se movían figuras encorvadas: restos deformes de los espectros que Dante había destruido.
Venían arrastrándose, guiados por el eco de su poder.

Ravenn desenfundó un arma: una lanza hecha de hueso y metal fundido.
—Parece que dejaste la puerta abierta.

Dante respiró hondo, el aire le quemaba los pulmones, pero algo dentro de él —una fuerza salvaje y nueva— respondía al peligro.
El brazalete emitió un destello. Su cuerpo, cansado y magullado, se enderezó como si recordara cómo pelear.

—Entonces… no la cerremos todavía.

Los dos hombres se lanzaron contra la horda.
El choque fue brutal.
Los cuerpos deformes estallaban en fragmentos de humo y sangre luminosa.
Ravenn se movía con precisión ritual, cada golpe suyo parecía seguir un compás invisible, mientras Dante canalizaba energía pura, destruyendo con una furia que no comprendía.

Cuando todo terminó, el suelo era un campo de restos oscuros y vapor ardiente.

Ravenn apoyó su lanza y miró al cielo.
—No durará mucho. Este mundo se deshace cuando el tiempo se altera. Debemos movernos antes de que nos trague.

Dante miró el brazalete, que ahora parecía dormido.
El fragmento oscuro brillaba con una calma engañosa.

—¿Cuántos fragmentos hay? —preguntó.

Ravenn lo miró con seriedad.
—Cuatro… que conozcamos.
Y cada uno está protegido por algo peor que la muerte.

Dante bajó la mirada.
En su interior, la voz volvió a susurrar:
—Encuéntrame… antes de que el tiempo lo haga.

Alzó la vista hacia el horizonte:
en la distancia, una estructura gigantesca se erguía entre el polvo —una torre sin fin, hecha de relojes rotos y estatuas que lloraban mercurio.

—Entonces, vayamos por el siguiente —dijo Dante.
Y caminó hacia el crepúsculo con Ravenn a su lado,
sin notar que su sombra ya no se movía igual que él.

viernes, 10 de octubre de 2025

Subcapítulo II: La Custodia de Sombras

 La luz del portal se cerró tras él con un sonido seco, como un corazón al dejar de latir.

Dante cayó de rodillas sobre un suelo de piedra fría y húmeda. El aire olía a hierro oxidado, y algo más… algo orgánico.
Cuando alzó la vista, comprendió que no estaba en una ciudad, sino en lo que quedaba de ella.

Las torres doradas que había visto desde el bosque eran ahora ruinas ennegrecidas, cubiertas de grietas que exhalaban un vapor blanquecino.
La arquitectura parecía viva: las paredes palpitaban levemente, y los grabados en ellas se movían, arrastrándose como insectos.

Un sonido retumbó a lo lejos —un goteo metálico, constante, casi como el tic-tac de un reloj oxidado.

Dante avanzó, con la túnica empapada y los pies descalzos sobre la piedra.
Cada paso resonaba con un eco demasiado profundo, como si caminara sobre algo hueco.
El brazalete de su muñeca comenzó a vibrar suavemente, y el hueco circular en su centro se iluminó con una luz azul pálida.

Entonces, una voz surgió de entre las sombras.

—El fragmento siente tu pulso… el tiempo se despierta, y eso no debe ser.

Dante giró. No había nadie.
Solo el aire temblando.
Luego, del muro frente a él, algo emergió.

No caminó… se desprendió, como si la pared pariera su propia oscuridad.

Era una figura alta, encorvada, envuelta en una capa que parecía hecha de humo sólido.
Su rostro no tenía rasgos, solo un vacío con destellos carmesí que se movían dentro, como brasas en el fondo de una caverna.
Sus brazos eran demasiado largos, las manos delgadas terminaban en garras translúcidas que parecían cortar incluso la luz.

—Soy la Custodia de Sombras —susurró, y su voz fue un eco dentro del cráneo de Dante—.
Soy el silencio entre tus latidos.
El olvido que protege lo que no debe recordarse.

Dante retrocedió un paso. La criatura se movía como el humo de una vela agonizante, cambiando de forma con cada respiración.
Bajo su manto, algo reptaba: siluetas pequeñas, deformes, rostros sin ojos que se retorcían, como si la criatura estuviera hecha de almas atrapadas.

—No quiero pelear —dijo Dante, aunque no estaba seguro de tener elección.

La Custodia levantó una de sus manos.
El suelo tembló. De las grietas comenzaron a surgir figuras humanoides, pálidas, cubiertas de cicatrices que parecían relojes tatuados.
Sus bocas estaban cosidas, y en el pecho cada uno llevaba una marca idéntica al hueco del brazalete de Dante.

—Los segundos perdidos deben ser devueltos —dijo la Custodia, y los espectros comenzaron a avanzar.

Dante levantó el brazo instintivamente.
El brazalete brilló con una luz violenta, y un destello azulado se expandió a su alrededor, deteniendo el avance por un instante.
El pulso se transformó en un zumbido agudo que partió el aire.
Dante sintió que algo en su interior respondía… un poder dormido, ardiendo detrás de sus costillas.

Uno de los espectros se lanzó sobre él. Dante giró, lo esquivó y su brazo —sin que supiera cómo— golpeó con una fuerza descomunal.
El ser se desintegró en una lluvia de ceniza y polvo brillante.

Pero el esfuerzo le costó. Cayó de rodillas, con la respiración entrecortada.
El brazalete emitía ahora una vibración dolorosa, casi viva.

—El tiempo no te pertenece —gruñó la Custodia—. Cada segundo que robas te consume.

Dante miró a la criatura.
Y por un instante, creyó ver algo dentro de su vacío: un reflejo de sí mismo, distorsionado, encadenado en la oscuridad.

El cielo se partió en un rayo negro.
De las torres cayó un polvo dorado que comenzó a flotar en el aire como luciérnagas muertas.

Dante se levantó, tambaleante.
—Si el tiempo me pertenece o no, lo descubriré yo mismo —dijo con voz temblorosa, y lanzó un puño envuelto en luz.

El impacto fue brutal.
El rostro de la Custodia se deformó, su cuerpo se fragmentó en líneas de humo y sangre oscura.
Los espectros se disolvieron, liberando gritos que no sonaban humanos.

La criatura cayó de rodillas.
—Aun si destruyes mi cuerpo, otros vendrán —susurró, mientras se desmoronaba en polvo—.
La Esfera te recordará, Dante… y te cobrará su precio.

El brazalete absorbió la energía que flotaba en el aire, llenando el hueco con un fragmento de cristal oscuro.
Dante sintió una descarga recorrerle la espina. Una memoria fugaz cruzó su mente:
un rostro, una voz femenina… y fuego.

Luego, nada.

El silencio volvió.
Solo el viento soplando entre las ruinas.

Dante alzó la mirada al cielo, donde una grieta luminosa se abría de nuevo, como una invitación o una trampa.
Su cuerpo temblaba, pero sus ojos ardían con una determinación que no recordaba haber tenido.

—Entonces… que empiece la caza —murmuró.

Y con paso firme, se internó en la luz.

miércoles, 8 de octubre de 2025

CRONICAS DEL RELOJ INVERTIDO - LIBRO I – El Eco del Reloj Roto - Capítulo I: Entre los segundos perdidos - 1.1 La caída del silencio

 El sonido del agua fue lo primero.

Gotas cayendo en un ritmo irregular, como si el tiempo mismo dudara antes de avanzar.

Cuando Dante abrió los ojos, no recordaba su nombre, pero sí la sensación de haber caído… de muy alto.
El impacto debía haberlo destrozado, pero su cuerpo seguía entero. Aunque dentro de él, algo se había quebrado.

El lugar era un bosque, pero no como los que existen bajo el sol.
La niebla se movía como si respirara, y los árboles parecían retorcerse para observarlo.
Había silencio, pero no era un silencio vacío: era el silencio que deja un reloj cuando se detiene.
El aire olía a óxido, tierra húmeda… y miedo antiguo.

Dante se incorporó con dificultad.
Tenía una túnica gris, desgastada y húmeda, como si hubiera dormido un siglo bajo la lluvia.
En su muñeca, un brazalete metálico brillaba débilmente.
Las inscripciones cambiaban cuando no las miraba directamente, como si el metal recordara lenguas que el mundo había olvidado.
En el centro del brazalete, un hueco circular… vacío, expectante.

Mientras lo examinaba, una voz quebró el aire:

—Tarde o temprano, todos despiertan aquí.

Dante giró bruscamente.
Entre los árboles emergía un anciano cubierto por una capa raída, el rostro oculto bajo una máscara de cobre corroído.
Sus ojos —si es que los tenía— brillaban desde el interior con un resplandor ámbar, como brasas que se negaban a apagarse.

Se apoyaba en un bastón rematado con un reloj de arena.
En su interior no había arena, sino polvo negro que ascendía en lugar de caer.

—¿Dónde estoy? —preguntó Dante, su voz temblorosa, más por incertidumbre que por miedo.

—Entre los segundos perdidos —respondió el anciano—.
En el umbral donde los que olvidaron su pasado buscan un propósito… o una condena.

A medida que se acercaba, Dante notó que de su cinturón colgaba una esfera del tamaño de un corazón humano, partida en cuatro secciones irregulares.
Una de ellas brillaba con una luz dorada tenue; las demás estaban cuarteadas, emitiendo un pulso débil, casi como si dolieran.

El anciano habló con un tono que parecía arrastrar siglos consigo:

—Buscas esto.

Dante sintió que algo dentro de su pecho respondía: un estremecimiento profundo, una vibración que no era física.
Una fuerza invisible lo unía a aquella esfera, como si su alma reconociera un fragmento perdido.

—¿Qué es? —murmuró.

—Una parte de lo que eras.
De lo que serás.
De lo que el tiempo te robó.

El anciano extendió una mano huesuda, la piel pegada al metal de su máscara como si hubiera sido fundida con ella.

—Recupérala —dijo—. Completa la esfera, y quizá descubras quién te envió aquí.
Pero cuidado, viajero: cada fragmento está custodiado por seres que creen que el tiempo les pertenece.
Y ellos no olvidan.
Jamás.

Un trueno sacudió el cielo, rompiendo el manto de la niebla.
Las raíces del bosque se estremecieron como si algo inmenso despertara bajo tierra.
Entonces, una grieta de luz cruzó el horizonte: un desgarro brillante que abrió una ventana hacia otro lugar.

Más allá, Dante vio una ciudad suspendida sobre un océano inmóvil, con torres doradas que parecían flotar en el aire como espejismos congelados.
Los rayos que caían sobre sus cúpulas no producían sonido alguno.

El anciano retrocedió un paso, su voz resonó en el aire como una sentencia final:

—El reloj ha vuelto a moverse.
Corre, antes de que lo detengan otra vez.

Y antes de que pudiera preguntar más, la figura se desvaneció, disolviéndose en polvo de cobre.
El eco de su bastón fue lo último en morir.

Dante miró el portal que temblaba frente a él.
La niebla lo empujaba hacia adelante, como si el bosque mismo deseara librarse de su presencia.

Dio un paso…
y el mundo cambió.

El cielo se abrió en un rugido de luz y tiempo quebrado, y el viajero sin nombre comenzó su marcha hacia lo desconocido.

viernes, 23 de noviembre de 2018

A nivel de tus deseos

Siento que las cosas no van mal
pero aun así no me siento bien
curioso y preocupante
...

Porque no olvido el pasado
no tendría que olvidarla 
pero si manejarlo mejor
y es eso lo que no puedo hacer 

El pasado me atormenta, su imagen y su figura
las palabras se susurran al oído 
como agujas clavándose 
en mi carne, en mi ser.

Pero aun asi 
sigo de pie
aparentando que 
todo anda bien

Una vez alguien me dijo
"Eres un lobo que se necesita irse, 
para lamer sus heridas 
y curar sus dolores". 

Y siempre me voy
aun si regreso
nada es igual
todo cambia

todo se replantea
todo se mejora
todo se empeora
pero todo, todo es diferente .